Dientes de león

Tom paseaba por las praderas, viendo como las altas hierbas se mecían con la cálida brisa de abril.
Había decidido andar por el campo para despejarse del estrés de la vida cotidiana y reflexionar sobre los acontecimientos que dejaba atrás al comenzar el fin de semana. Hoy más bien pretendía resolver algunos problemas que merodeaban por su psique.

¿Por qué el amor ha de ser tan difícil? pensó en voz alta—. Encontrar a una mujer especial, ser correspondido... ¡para que después te decepcione con sus alocadas costumbres y maneras antirreglamentarias!

No podía permitirlo. Lidia era el amor de su vida, y quería desesperadamente que las cosas funcionaran. Pero parecía que ella y su rebeldía estaban deseosas de otro final.

Tom se agachó, agotado de tantas dudas existenciales, y con un odioso movimiento arrancó un diente de león solitario entre los tallos pajizos. Qué frágil parecía la yerma flor entre sus rudos dedos.  Inhaló fuertemente, preparándose para propagarla por los pastos con un gran soplido. Cuando el aire salió disparado de su boca con fuerza, las cípselas no se desprendieron del receptáculo. No, para su sorpresa ni se inmutaron. Ofuscado, sopló una y otra vez sin obtener resultado.

De repente, como si de una alucinación psicodélica se tratase, el diente de león se metamorfoseó en una muchacha de melena transparente y blanquecina, que habló con firmeza:

Puedes vaciar tus pulmones hasta quedarte sin aliento, pero ni yo ni Lidia estamos a tu merced. El viento será lo único capaz de movernos, la naturaleza la única dueña de nuestras acciones. 

La libertad y la mujer, en simbiosis.

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